Vivir, un juego de niños...

Cuando valoramos la vida, lo hacemos siempre desde el pasado. Una carga emocional nos transmite el recuerdo al presente y nos sugiere, desde el subconsciente, nuestros siguientes pasos a dar en la vida. 

Por lo tanto para valorar lo que esperamos de la vida es inevitable repasar nuestro pasado. Él lo sabe todo a cerca de nosotros, repasándolo podemos comprender lo vivido y este hecho nos hace madurar; es decir nos acerca mucho más a saber quiénes somos y lo que queremos.

Sin embargo son las emociones contenidas desde el pasado las que nos transmiten las nuevas necesidades de la vida. Estas necesidades reparan nuestro pasado pero condicionan nuestra realidad. La realidad en el presente se adapta para que neutralicemos dichas emociones y las liberemos de nuestro campo emotivo, mental y bioquímico. 

En cierto modo esto podemos definirlo como una reparación del campo psicobioemotivo, cuando está etapa ocurre en la vida, se redefinen ciertos conceptos y se alinean ciertos campos de información energéticos, que podemos definir en tres grandes grupos, formados por el campo físico y sus sistemas corporales; el campo mental y sus funciones cerebrales; y el campo emotivo muy asociado al sistema endocrino.  

Deberíamos empezar a cuestionarnos que significa madurar a un nivel más profundo, pues madurar debería significar conocerse de forma más fidedigna, saber que somos, quienes somos y qué esperamos de la vida. Resolver estas cuestiones fundamentales para todos los seres humanos, nos permite liberar nuestras almas cuyas proyecciones en la vida a través de nuestras personalidades están destinadas a vivir desde la felicidad. Es por esto que el proceso de madurez converge entorno a nuestra mente, a nuestras emociones y a nuestro cuerpo físico.

Y es por esta cualidad humana, la de experimentar la felicidad, que nuestro sistema vital se organiza a sí mismo para que esto nos ocurra. En la madurez, aproximadamente entre los 36 y los 42 años el cuerpo físico experimenta una regeneración celular precedida por la limpieza de información de la amígdala cerebral y de los lóbulos temporales. 

Esto crea una explosión neuronal que desconcierta nuestra personalidad, cuestionándonos esas preguntas fundamentales de toda filosofía, que somos, quienes somos y cuál es nuestro propósito en la vida. Debido a esto el sistema endocrino se altera y comienza a crear una depuración celular que da origen a la limpieza de todos los recuerdos y sus emociones. 

Como este proceso de madurez es desconocido lo que nos ocurre es que comenzamos a padecer enfermedades. Pero realmente y como hemos dicho en anteriores entradas, la enfermedad es un proceso de restablecer el orden, tanto en la vida como en el cuerpo físico. Nuestro cuerpo se purga a través de la enfermedad física. Si conociéramos ciertos procesos bioenergéticos y cómo nuestras relaciones con los demás nos afectan y afectan a nuestro campo colectivo de información, la enfermedad física no tendría lugar.

Lo que ocurriría es que siempre intentaríamos reparar el error cometido por nuestra personalidad o ego con nuestra realidad y con aquellos que la compartimos. Para simplificar, esto es lo que es verdaderamente la energía del amor, la capacidad de crear armonía a nuestro alrededor que nos aporte felicidad constante en nuestras vidas. Esta es la gran virtud de la humanidad, por la cuál estamos obligados a mejorar, en todos los sentidos, nuestra especie.

Desde una visión más profunda de la realidad, la madurez es una oportunidad de comenzar de nuevo, no sólo nos permite comprendernos y sanar nuestras heridas sino que nos aporta una meta, aquello donde cada uno hemos puesto nuestra visión de la felicidad. Esta característica libera cuerpo, mente y espíritu y nos da vitalidad y salud, porque nuestro cuerpo físico nos precede y a través de su bioquimica se adapta para que podamos hacer realidad nuestros deseos cada vez menos egoístas y más honestos.

Madurar no es hacerse mayor, sino todo lo contrario, para madurar hay que volver a la inocencia, a no tener ciencia o información que nos condicione nuestra realidad y que haga que las necesidades de la vida se apoderen de nuestra alma y de su propósito, que no es otro que disfrutar la felicidad. 

Para que este nuevo ciclo comience debemos ser como niños, debemos preguntarnos qué queremos ser de mayores; debemos imaginar, ilusionarnos. Debemos jugar a este juego que es la vida y sobretodo debemos no tomarnos todo tan en serio. 

Sólo como niños, desprendidos del ego, llevados por la fantasía, podremos crear nuestras vidas felices. Vidas de las que estemos tan agradecidos que no podamos hacer más que compartirlas con aquellos que nos rodean, vidas que no anhelan un nuevo día o un nuevo futuro, vidas donde el ahora ya es aquel futuro que soñábamos de niños, y donde seguramente el propósito de todos esos sueños era que lo que quisiéramos ser o vivir nos hiciera felices... 




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